PROVOCACIONES

ÚLTIMO DÍA DE   FELIPE GRANADOS
                                                                                     Por Felipe Granados
  
El retrato del poeta es obra de Cecil Gaspar.
  
La voz temblorosa me pregunta qué clase de animal me gustaría haber sido, yo digo que un conejo de peluche al que se le cayó un ojo de botón de tanto afecto que le dio su dueño, a saber, un niño de 6 años, como Juan.

El silencio que sigue dice mucho. Del otro lado del teléfono alguien que me quiere bien, elige las palabras… no puede… no hay manera de decir esto de una forma bonita.
Voy a morir. Mi último día debería empezar temprano, muy temprano, tratar de ser metódico, práctico, cosas que nunca fui en mi vida. OK, un intento. El último.

7:30 a.m. Escribir que no quiero ningún ritual que pase por las manos de ninguno de los dioses conocidos. Quiero que sepan que me sentí tranquilo la noche en que maté a dios, dormí como un bebé, sin miedo ni del infierno ni de ese otro gran abismo al que todos llaman cielo. Que para mí la literatura, o más bien, los libros y escribir, cumplieron con todo lo que a otros daba dios: consuelo, esperanza, castigo y una forma —no mejor ni peor— de tratar de explicarme qué mierda era la vida.

8:00 a.m. Arreglo que me quemen, tres partes iguales de mí llegarán cada una a un lugar diferente: el volcán Irazú, el lugar donde estuvo mi primera casa en el mundo y el Puerto. En esos tres lugares fui feliz.

8:20 a.m. Una taza de café y varios cigarrillos, me juré que a las once de hoy dejaría de fumar; yo cumplo, trataré de no pensar en otro tiempo, en otras tazas de café y cigarrillos, ya lo dijo De Cuenca: la nostalgia es un burdo pasatiempo.

8:30 am. Lloro, lloro, pero sigo haciendo cosas, mientras tomo una ducha, mientras me afeito, mientras entro por última vez en ese milagro del calzoncillo limpio, lloro y me miraré al espejo para ver qué se siente ver a la cara a un hombre muerto que llora.

9 a.m. Me limpio la cara, salgo de mi casa a desayunar con mis hijos, Juan y Lucy, los beso despacio y me voy.

10:00 a.m. Tomarse las pastillas, no olvidar las pastillas, aunque ya no sirvan para nada, continuar el ritual de las pastillas, sentir el gusto idiota de hacer algo sabiendo que no sirve para nada.

10:20 a.m. Llegar a San José. Caminar por el pasillo de las flores del Mercado Central y no pensar en otra cosa que las flores.

10:40 a.m. Sentarme a conversar con un extraño sobre nada, de lo que él quiera: fútbol, política, Latin American Idol, no caer en la tentación de juzgarlo, no sentirme mejor que el otro, no sentirme.

10:45 a.m. Buscar mi marisquería favorita y pedir un ceviche, una sopa y camarones.

11:30 a.m. Llamar a mi mama por teléfono, decir gracias.

11:45 a.m. Dejar de fumar, yo cumplo, tarde, pero cumplo. Volver a mi casa.

12 en punto. Buscar el noticiero de radio que justo a las doce pasa el “Avemaría” de Perry Como y recordarme cuando era niño y me ponía el uniforme de la escuela.

12:15 p.m. Terminar algo de lo que he estado escribiendo.

1:00 pm. Llorar otro poquito y ver La Mansión Forrester para amigos imaginarios y reírme de Blu, reírme mucho, si es posible con Juan y Lucía en mi cama.

2:00 p.m. Poner mis canciones favoritas.

2:30 p.m. Leer El principito, el último monólogo de Novecento y los capítulos finales de El dios de las pequeñas cosas.

6:00 p.m. Llamar a un amigo, decir gracias.

6:30 p.m. Preparar una cena decente para mí, y ponerme ropa bonita y tratarme como al mejor.

7:00 p.m. No hacer las paces con mis enemigos, no perdonar los crímenes contra mí, no sobornar al perro más grande de las culpas con ninguno de estos actos.

7:30 p.m. Cenar, comer un helado, recaer con un cigarrillo y no sentirme mal.

8:40 p.m. Llamar a ese número que recuerdo tan bien y que no volví a marcar desde hace mucho, escuchar la voz en la contestadora y no decir lo que tengo que decir, después del tono.

9:00 p.m. Poner Nina Simone, mucho Nina Simone.

9:00 p.m. Pensar en aquel astronauta falso que vi una vez, pensar en lo que dijo: “Para ser alguien que nunca estuvo preparado para vivir en este mundo, creo que lo voy a extrañar”.

10:00 p.m. Quitar de la refri la foto donde estoy junto a mis hijos.

10:05 p.m. Llorar hasta dormirme.

11:00 p.m. Dormirme.

12 en punto. Soñar con conejos de peluche, tuertos, pero felices.
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LA MIGALA


Por Juan José Arreola

La migala discurre libremente por la casa, pero mi capacidad de horror no disminuye.
El día en que Beatriz y yo entramos en aquella barraca inmunda de la feria callejera, me di cuenta de que la repulsiva alimaña era lo más atroz que podía depararme el destino. Peor que el desprecio y la conmiseración brillando de pronto en una clara mirada.

Unos días más tarde volví para comprar la migala, y el sorprendido saltimbanqui me dio algunos informes acerca de sus costumbres y su alimentación extraña. Entonces comprendí que tenía en las manos, de una vez por todas, la amenaza total, la máxima dosis de terror que mi espíritu podía soportar. Recuerdo mi paso tembloroso, vacilante, cuando de regreso a la casa sentía el peso leve y denso de la araña, ese peso del cual podía descontar, con seguridad, el de la caja de madera en que la llevaba, como si fueran dos pesos totalmente diferentes: el de la madera inocente y el del impuro y ponzoñoso animal que tiraba de mí como un lastre definitivo. Dentro de aquella caja iba el infierno personal que instalaría en mi casa para destruir, para anular al otro, el descomunal infierno de los hombres.
La noche memorable en que solté a la migala en mi departamento y la vi correr como un cangrejo y ocultarse bajo un mueble, ha sido el principio de una vida indescriptible. Desde entonces, cada uno de los instantes de que dispongo ha sido recorrido por los pasos de la araña, que llena la casa con su presencia invisible.
Todas las noches tiemblo en espera de la picadura mortal. Muchas veces despierto con el cuerpo helado, tenso, inmóvil, porque el sueño ha creado para mí, con precisión, el paso cosquilleante de la araña sobre mi piel, su peso indefinible, su consistencia de entraña. Sin embargo, siempre amanece. Estoy vivo y mi alma inútilmente se apresta y se perfecciona.
Hay días en que pienso que la migala ha desaparecido, que se ha extraviado o que ha muerto. Pero no hago nada para comprobarlo. Dejo siempre que el azar me vuelva a poner frente a ella, al salir del baño, o mientras me desvisto para echarme en la cama. A veces el silencio de la noche me trae el eco de sus pasos, que he aprendido a oír, aunque sé que son imperceptibles.
Muchos días encuentro intacto el alimento que he dejado la víspera. Cuando desaparece, no sé si lo ha devorado la migala o algún otro inocente huésped de la casa. He llegado a pensar también que acaso estoy siendo víctima de una superchería y que me hallo a merced de una falsa migala. Tal vez el saltimbanqui me ha engañado, haciéndome pagar un alto precio por un inofensivo y repugnante escarabajo.
Pero en realidad esto no tiene importancia, porque yo he consagrado a la migala con la certeza de mi muerte aplazada. En las horas más agudas del insomnio, cuando me pierdo en conjeturas y nada me tranquiliza, suele visitarme la migala. Se pasea embrolladamente por el cuarto y trata de subir con torpeza a las paredes. Se detiene, levanta su cabeza y mueve los palpos. Parece husmear, agitada, un invisible compañero.
Entonces, estremecido en mi soledad, acorralado por el pequeño monstruo, recuerdo que en otro tiempo yo soñaba en Beatriz y en su compañía imposible.
FIN

Imagen tomada de http://www.therosetebrothers.com/la-migala/


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LAS FANTASÍAS DE LOS PATRIOTAS
Por Carolina Sanín

(14 agosto 2008-Escrito durante el mandato de Uribe, se puede aplicar a este también) Tomado de

Hay un bar de moda en el centro de Bogotá donde los clientes pagan treinta y cuarenta mil pesos por un trago. Saben que el trago no vale lo que cuesta, pero no lo están comprando para lo que lo comprarían por su precio justo, es decir, para emborracharse, sino para tener la fantasía de estar bebiendo en el centro de otra parte. Es con esa fantasía que se emborrachan. 

Muchos de los clientes de ese bar no son mafiosos, ni ricos no mafiosos. En rigor, no tienen lo que están dispuestos a gastar: pagan la cuenta con tarjeta de crédito y terminan pagándola tres veces. Por cuenta del crédito, del decorado y de los precios inflados, viven por un rato la fantasía de ser otros en otro país: en uno donde podrían, con el sueldo que ganaran por su trabajo, pagar un trago caro de contado.

Mucho más al norte, hay un restaurante donde se sirve lomo de vaca a un precio que sería elevado en Nueva York. Antes que pensar que el placer de comer carne sobrepreciada convive con la conciencia de estar enriqueciendo desmesuradamente al dueño del local y de ser la excepción absurda en un país de pobres, es preferible asumir que los comensales compran la fantasía de estar comiendo carne en un lugar que no es Colombia; que la carne cara, como una droga, los hace soñar con que viven en un país donde el que transporta la vaca, el que la sirve en el plato y el que recoge la basura del restaurante ganan un salario que les permite comprar lomo de vaca a veces. 

El bar elegante al que me refiero tiene un nombre patriótico, de prócer, y el restaurante que digo está decorado como un rancho autóctono, poblado de polvo, artesanías y objetos de arte popular. No creo que sea casualidad. Las cosas suelen significarse a través de sus opuestos, y así la fantasía del lugar remoto se expresa a través del orgullo de lo local. Es la típica reacción del complejo de inferioridad, que ante los demás sobrevalora lo propio porque en secreto siente o sabe que no es tan bueno.

Colombia está llena de esos paraísos artificiales a los que, a diferencia de los paraísos artificiales de Baudelaire, no se accede a través de las drogas comunes (que acá son baratas) sino del sobreprecio y la deuda. El país va bien y rumbo al primer mundo, para muchos, porque en él vivir cuesta tanto como en el primer mundo. Los colombianos no pagan más para tener más: pagan más para imaginar que lo poco que pueden obtener es más. 
Esa misma mentalidad fantasiosa que sobrevalora lo propio ayuda a explicar dos fenómenos que van juntos: el patriotismo exacerbado y el apoyo irreflexivo al gobierno. Sospechosamente los colombianos, miembros de una sociedad desigual, intolerante y corrupta, profesan el orgullo patrio con mayor vehemencia que nunca, y con más pasión que los ciudadanos de otros países menos injustos, intolerantes y corruptos. La declaración chauvinista de orgullo genera la fantasía de que el objeto de orgullo es mejor que lo que es. En otras palabras: los nacionalistas deciden proclamar de manera casi maniaca que su país es una maravilla para no tener que lidiar con la evidencia cotidiana, que demuestra lo contrario. Con una mezcla de creatividad, irresponsabilidad e imprevisión, se satisfacen en lugar de ejercer el derecho de la crítica, o al menos el derecho al deseo. 
Con su apoyo al gobierno nacional, los colombianos, en su mayoría, también están optando por la fantasía. Al no tener líderes que los representen, han resuelto que los representa el que está en el poder. Esto les permite imaginar que están mejor que lo que están; creer que son aquéllos cuyos intereses el gobierno sí parece representar: los hacendados, los inversores españoles, los políticos corruptos. 
Sobrevaloramos lo que tenemos —un vaso de alcohol, una vaca, una nación y a un presidente— para creer que son distintos; para creer que nosotros mismos somos otros y vivimos mejor. El gobiernismo y el chauvinismo son formas de arribismo, como ir a bares y a restaurantes elegantes sin tener con qué. Probablemente tendremos que pagar la cuenta de ese arribismo muchas veces y durante mucho tiempo. Salvo los pocos que puedan pagar de contado.  

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